¿Por qué no podemos amar a Dios y al prójimo como sabemos que debemos hacerlo? Oramos mucho para pedir la gracia de una caridad ferviente, meditamos en la palabra de Dios, confesamos nuestros pecados con regularidad y recibimos la Sagrada Comunión. ¿Por qué, entonces, seguimos teniendo dificultades para entregarnos a Dios y a los demás desinteresadamente?
Tal vez deberíamos prestar atención primero a la calidad de nuestro amor propio. Cuando Jesús le dijo al escriba: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12,31), implica que primero debemos amarnos a nosotros mismos adecuadamente antes de poder amar verdaderamente a Dios y a los demás.
Para tener un sano amor propio, hay ciertas verdades que debemos creer.
En primer lugar, debemos creer que tenemos bondad en nosotros todo el tiempo. Hay una bondad inherente en nosotros que no depende de nuestras virtudes o vicios. No depende de nuestros logros o condiciones de vida. Tampoco tiene nada que ver con las opiniones de los demás sobre nosotros o cómo nos tratan. Nada puede quitarnos esta bondad que tenemos.
En segundo lugar, esta bondad es un regalo del amor de Dios por nosotros. No somos la fuente de esta bondad. No la heredamos de nuestros padres ni la recibimos de nuestra educación o crianza. Tenemos esta bondad en nosotros porque fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Dios nos comunica constantemente esta bondad por Su amor por nosotros, y la sostiene en nosotros. Aparte del amor de Dios, no tenemos bondad en nosotros mismos para reflejar a los demás.
En tercer lugar, esta bondad no es perfecta. A diferencia de la bondad perfecta de Dios, nuestra bondad no es perfecta. La nuestra permanece en nosotros incluso cuando luchamos con el pecado y el egoísmo. Nuestros pecados y fracasos no destruyen esta bondad. Podemos crecer o disminuir en ella, convirtiéndonos en imágenes más o menos perfectas de Dios.
Por último, esta bondad debe crecer mediante actos de caridad hacia Dios y el prójimo. Esta bondad compromete nuestra libertad para que maduremos en ella mediante actos de amor abnegado hacia Dios y hacia los demás. Nos convertimos en imágenes más perfectas de Dios mediante acciones de amor.
Todo comienza con este sano amor propio. Sin él no podemos ser pacientes con nosotros mismos ni con los demás. No podemos perdonar a los demás ni a nosotros mismos. No podemos sacrificar nada ni correr ningún riesgo por amor a Dios o a los demás. Ignoramos los mandamientos de Dios porque, esclavizados por nuestras emociones, solo hacemos cosas que nos hacen sentir bien. Nos desanimamos fácilmente en nuestra vida espiritual y vocacional. Confiamos tanto en nosotros mismos que ignoramos la gracia de Dios.
Sin un sano amor propio no podemos crecer en nuestro carácter porque no podemos aceptar ninguna crítica, corrección, fracaso o error. No podemos vencer las tentaciones porque nuestro orgullo bloquea la gracia de Dios en nosotros. No profundizamos en nuestra conversión continua porque estamos demasiado enamorados de nuestra aparente excelencia. No podemos soportar ningún sufrimiento o prueba en la vida.
Para que cultivemos un amor propio apropiado, primero debemos evitar los dos extremos con respecto al amor propio. Primero debemos evitar el amor propio excesivo que tiene un sentido exagerado de la bondad personal y ve nuestro bien como proveniente de nosotros mismos. Podemos pretender que ya somos perfectos y así perder nuestro sentido de necesidad de Dios y de los demás. El servicio desinteresado es imposible porque podemos ver las cosas como un derecho personal y no como un regalo que se recibe y se da libremente. No podemos contemplar a Dios porque estamos demasiado ocupados contemplándonos a nosotros mismos.
También debemos evitar el extremo del odio a nosotros mismos que no ve nada bueno en nosotros. Cuando nos odiamos a nosotros mismos, sin saberlo llevamos a cabo la obra del diablo al condenarnos a nosotros mismos. Interpretamos todas las dificultades como un castigo de Dios por nuestros pecados. Ese odio a nosotros mismos y un sentido excesivo de indignidad nos impiden aceptar libremente los regalos de amor que Dios nos ofrece.
Para combatir estos extremos, debemos cultivar un sentido de humilde gratitud por la bondad que Dios ha puesto en nosotros y la gracia que nos ha dado para reflejarla a los demás. A diferencia de los sacerdotes levíticos que ofrecían animales por sus pecados y los pecados del pueblo, Jesús, el único sumo sacerdote “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, más sublime que los cielos” (Hebreos 7:26), eligió ofrecerse a sí mismo por nuestros pecados y llevarnos a una relación de amor con Dios. Podemos ofrecernos a Dios y a los demás en amor porque Cristo se ofreció a sí mismo por nosotros.
Para crecer en un sano amor propio, esforcémonos por crecer en la caridad. Si bien reconocemos la bondad que Dios nos da, también aceptamos que tenemos áreas de crecimiento que abordar. Jesús le dijo al escriba que entendía los mandamientos más grandes, los del amor: “No estás lejos del reino de Dios”. También nosotros nos acercamos a Dios cuando, arraigados en la bondad que Dios nos dio, nos esforzamos por crecer en esa bondad a través de la caridad.
La Eucaristía sigue siendo el único lugar de la eterna ofrenda de Cristo al Padre en esta tierra. Nuestro Señor Eucarístico viene a nosotros en cada Misa por dos razones. Primero, para comunicarnos una mayor participación en su propia infinita bondad. Segundo, para darnos las gracias que necesitamos para crecer en esa bondad a través del amor a Dios y al prójimo.
Por su gracia, y un sano y apropiado amor propio, también nosotros podemos amar a Dios y al prójimo todo el tiempo.
¡¡¡Gloria a Jesús!!! ¡¡¡Honor a María!!!
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