Según la Tradición, la Virgen Madre de Dios nació en Jerusalén, junto a la piscina de Bezatha. La Liturgia Oriental celebra su nacimiento cantando poéticamente que este día es el preludio de la alegría universal, en el que han comenzado a soplar los vientos que anuncian la salvación. Por eso nuestra liturgia nos invita a celebrar con alegría el nacimiento de María, pues de ella nació el sol de justicia, Cristo Nuestro Señor.
Hoy nace una clara estrella,
tan divina y celestial,
que, con ser estrella, es tal,
que el mismo Sol nace de ella.
En la plenitud de los tiempos, María se convirtió en el vehículo de la eterna fidelidad de Dios. Hoy celebramos el aniversario de su nacimiento como una nueva manifestación de esa fidelidad de Dios con los hombres.
NADA EN LA ESCRITURA
Nada nos dice el Nuevo Testamento sobre el nacimiento de María. Ni siquiera nos da la fecha o el nombre de sus padres, aunque según la leyenda se llamaban Joaquín y Ana. Éste nacimiento es superior a Creación, porque es la condición de la Redención. Y, sin embargo, la Iglesia celebra su nacimiento. Con él celebramos la fidelidad de Dios. “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” Romanos 8,28. Y es motivo de alegría gozosa y permanente de todos y cada uno de los llamados. No sabemos cómo se cumplirá, pero tampoco sabemos como nace el trigo, y cómo se forja la perla en la ostra. Pero nacen y crecen y se forjan. La inteligencia humana, por aguda que sea, tiene su límite y ya no puede alcanzar más. Cerrar los ojos ante el misterio, sabiéndonos llamados por Dios, y “desbordar de gozo en el Señor, confiando en su misericordia” Salmo 12, 6. Son las palabras inspiradas del salmo de la misa.
Todo lo que sabemos del nacimiento de María es legendario y se encuentra en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual Ana, su madre, se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo de Nazaret. Su nombre significa «el hombre a quien Dios levanta», y, según san Epifanio, «preparación del Señor». Descendía de la familia real de David. Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo tan ansiado no llegaba. Los hebreos consideraban la esterilidad como un oprobio y un castigo del cielo. Eran los tales menospreciados y en la calle se les negaba el saludo. En el templo, Joaquín oía murmurar sobre ellos, como indignos de entrar en la casa de Dios. Esta conducta se ve celebrada en Mallorca, en una montaña que se llama Randa, donde existe una iglesia con una capilla dedicada a la Virgen. En los azulejos que cubren las paredes, antiquísimos, el Sumo Sacerdote riñe con el gesto a San Joaquín, esposo de Santa Ana, quien, sumiso y resignado, parece decir: No puede ser, no he podido tener hijos.
Sabemos que su esterilidad dará paso a María. Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para obtener con penitencias y oraciones la ansiada paternidad. Ana intensificó sus ruegos, implorando como otras veces la gracia de un hijo. Recordó a la otra Ana de las Escrituras, de que habla el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y así llegó su hijo Samuel, quien más tarde sería un gran profeta. Y así también Joaquín y Ana vieron premiada su constante oración con el nacimiento de una hija singular, María, concebida sin pecado original, y predestinada a ser la madre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado.
De Ana y de Joaquín, oriente
de aquella estrella divina,
sale su luz clara y digna
de ser pura eternamente:
el alba más clara y bella
no le puede ser igual,
que, con ser estrella, es tal,
que el mismo Sol nace de ella.
No le iguala lumbre alguna
de cuantas bordan el cielo,
porque es el humilde suelo
de sus pies la blanca luna:
nace en el suelo tan bella
y con luz tan celestial,
que, con ser estrella, es tal,
que el mismo Sol nace de ella.
UNA NIÑA SANTA
Nace María. Nace una niña santa. Nada se nota en ella hasta que crece y comienza a hablar, a expresar sus sentimientos, a manifestar su vida interior. A través de sus palabras se conoce el espíritu que la anima. Se dan cuenta sus padres: esta niña es una criatura excepcional. Se dan cuenta sus compañeras: que se sienten atraídas por el candor de la niña y, a la vez, sienten ante ella recelo, respeto reverencial. Sus padres no saben si alegrarse o entristecerse. Para conocer lo sobrenatural hace falta tiempo y distancia. No ha habido nunca ningún genio contemporáneo; al contrario, siempre es considerado como un loco, un ambicioso o un soberbio.
Los niños hacen lo que ven hacer a los mayores. La niña santa no imita los defectos de los mayores y obra según sus convicciones. Cuando nació Juan Bautista, la gente se preguntaba «¿qué va a ser este niño?» (Lc 1,79). De María se preguntarían lo mismo. Ella comprende que, aunque quisiera hablar de lo mucho que lleva dentro, debe callar. Y tiene que vivir en completa soledad, de la que es un reflejo, el aislamiento del niño que crece entre gente mayor.
María, llena de gracia, vivía como perfectísima hija de Dios, entre hombres que habían perdido la filiación divina, habían pecado, y sentían la tentación y sus inclinaciones al pecado. El hombre conoce la diferencia que hay entre lo bueno y lo malo, y cuando obra el mal, percibe la voz de la conciencia. Antes de pecar, la percibe y la desatiende, durante el pecado, la acalla con el gozo del pecado, después de pecar, la oye y quisiera no oírla. Este es el conocimiento del mal, que no procede de Dios, sino de haberse separado de El. María no conoce el mal por experiencia, sino por infusión de Dios. No había pecado nunca. Por eso no entendía a la gente y se sentía sola. Experimentaba que sólo ella era así. Si hubiera vivido en un desierto, no hubiera padecido tanto, pero en Nazaret, aldea pequeña, con fama de pendenciera y poca caritativa, es tenida por orgullosa, la que era la más humilde. Como los niños viven su mundo aparte de los mayores, así tiene que vivir María entre su gente.
Y una mujer así, ¿nos puede comprender?, ¿puede ser nuestra madre? Sí porque María es una mujer comprometida con todo el género humano. María fue la pobre de Yahvé. Los pobres de Dios nunca preguntan, nunca protestan. Se abandonan en silencio y depositan su confianza en las manos del Señor y Padre.
Con el Concilio Vaticano II hemos recuperado la Biblia, libro prohibido en mis años de juventud. También la Liturgia en castellano. También la Iglesia, no como una pirámide, sino como pueblo de Dios. De la misma manera hemos de recuperar a María, como Hermana en la fe, Madre en la fe. María peregrinó en la fe como todos los cristianos. Se abandonó a Dios. Pudo ser lapidada, al quedarse encinta, pudo ser repudiada… Es la pobre de Yahvé.
Querríamos saber más cosas de María. El evangelio nos dice muy poco de Ella. Pero, si bien lo miramos, implícitamente nos dice mucho, todo. Porque Jesús predicó el Evangelio que, desde que abrió los ojos, vio cumplido por su Madre. Los hijos se parecen a sus padres. Jesús sólo a su Madre. Era su puro retrato, no sólo en lo físico, en lo biológico, sino también en lo psíquico y en lo espiritual.
LA HERENCIA
Cada hombre, según las leyes mendelianas de los cromosomas y los genes, hereda de su padre y de su madre. Decía un sacerdote que su padre decía: «mi hijo es treballaor com yo y listo com sa mare». Cuando Jesús pronuncia el sermón de las Bienaventuranzas, está pintando a su Madre: Pobres de espíritu, Mansos, Pacientes, Humildes, Misericordiosos, Trabajadores de la Paz. Nos ha dado su Retrato. Sus actitudes vitales son idénticas las de la Madre y el Hijo: en el momento decisivo de su vida María le dice al Ángel: «Hágase en mi»… En el momento de comenzar su Hora, Jesús dice lo mismo «Hágase». Cuando nos enseña su carné de identidad, María nos dice que es «la esclava del Señor» Cuando Jesús nos presenta el suyo, nos dice que es «manso y humilde de corazón». Jesús predicó las bienaventuranzas porque las había vivido. Y las vivió porque las había visto vivir a su Madre. Por eso la quiso y la hizo Inmaculada, porque tenía que ser su madre y su educadora en la fe.
Por: Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net
The post Fiesta de la Natividad de la Virgen María appeared first on Radio Estrella del Mar.