Santa Clara de Montefalco, nacida en 1268 en Montefalco, Italia, fue una mujer que dedicó su vida completamente a la oración, el sacrificio y el servicio a Dios desde una temprana edad. Clara creció en un entorno profundamente religioso, influenciada por el ejemplo de sus padres y, en especial, por su hermana mayor, Giovanna, quien fundó una ermita en la que se vivía una vida de estricta oración y penitencia.
Desde que tenía seis años, Clara ingresó en la comunidad religiosa liderada por su hermana. A pesar de ser la más joven, Clara demostró una madurez espiritual y un fervor que sobrepasaba al de muchas de las hermanas mayores. Su amor por Dios, especialmente por la Pasión de Cristo, fue el motor que la impulsó a practicar duras mortificaciones y a vivir una vida de constante ayuno y oración. Su jornada espiritual estuvo marcada por una profunda lucha interior, que ella abrazó con fe inquebrantable, viendo en estos sufrimientos una forma de acercarse más a la cruz de Jesús.
En 1291, tras la muerte de su hermana Giovanna, Clara fue elegida como abadesa de la comunidad. Aunque se sentía indigna de tal responsabilidad, aceptó el cargo con humildad, convirtiéndose en guía espiritual para sus hermanas. Bajo su liderazgo, el convento no solo se fortaleció espiritualmente, sino que también se convirtió en un lugar de refugio y ayuda para los pobres y necesitados. Clara tenía un gran amor por los pobres y enviaba regularmente a las hermanas a llevar comida y medicamentos a los más desamparados.
La vida de Santa Clara estuvo marcada por experiencias místicas extraordinarias. En 1294, durante un éxtasis prolongado, Clara tuvo una visión en la que Cristo le implantaba simbólicamente su cruz en el corazón, un suceso que dejó una profunda huella tanto espiritual como física en su vida. Después de su muerte el 17 de agosto de 1308, al preparar su cuerpo, se descubrió que su corazón contenía marcas que representaban la Pasión de Cristo, incluyendo una imagen del crucificado y los instrumentos de la Pasión.
Además, encontraron tres piedras en su vejiga, interpretadas por las hermanas como un símbolo de su amor por la Santísima Trinidad. Estas piedras eran iguales en tamaño y peso, un detalle que fue considerado un milagro.
El cuerpo de Santa Clara, que se conserva incorrupto, sigue siendo venerado hoy en la Iglesia de la Santa Cruz en Montefalco. A lo largo de los siglos, su vida y milagros han inspirado a muchos a seguir un camino de santidad y entrega total a Dios. En 1881, fue canonizada por el Papa León XIII, y su legado sigue vivo, recordándonos la importancia de la fe, el sacrificio y el amor en la vida cristiana.
Los descendientes del árbol milagroso, que según la tradición Jesús hizo crecer a partir de un bastón que Clara plantó en el jardín del convento, siguen floreciendo. Las hermanas del convento continúan fabricando rosarios con las semillas de estos árboles, rosarios que han sido asociados con numerosas sanaciones, perpetuando así la devoción y los milagros asociados a esta gran santa.
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