Cada 29 de abril, la Iglesia Católica celebra la fiesta de Santa Catalina de Siena (1347-1380), mística y Doctora de la Iglesia. Catalina fue una mujer poseedora de una sencillez única, que supo combinar muy bien con su extraordinaria fuerza espiritual: siendo integrante de la Tercera Orden de Santo Domingo, se convirtió en la gran defensora del papado en tiempos críticos para la Iglesia. Fue proclamada en 1999 copatrona de Europa por el Papa San Juan Pablo II. Ostenta dicho patronazgo junto a San Benito de Nursia, San Cirilo y San Metodio, Santa Brígida de Suecia y Santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Hacer del mundo un lugar cálido y luminoso
Alguna vez Catalina escribió: “Si somos lo que debemos ser, prenderemos fuego al mundo entero”; palabras que encierran un profundo significado y cuyos ecos resuenan hoy más que nunca. Catalina estaba convencida del llamado que Dios hace a cada uno, para el que hemos y seremos provistos adecuadamente por su gracia y misericordia.
Si cada cual hace con su vida aquello que Dios espera, el mundo habrá de transformarse, se “encenderá” de amor y dejará de ser un lugar “frío y abandonado”; habrá de convertirse en un mundo acogedor y luminoso, anticipo del Reino.
“Encender el mundo” es, además, una expresión que evoca, de manera particular, el papel de las mujeres hoy y siempre, en conexión con aquello que San Juan Pablo II denominaba el “genio femenino”; es decir, el llamado de Dios a que sea la feminidad, entendida dentro del plan divino, la llamada a aportar la cuota de humanidad decisiva para la Iglesia y la sociedad en general.
Oración y acción
Catalina Benincasa -nombre de pila de la santa- nació en Siena (Italia) en 1347. Sus padres fueron personas de intensa piedad, lo que favoreció que ella creciera desarrollando una relación personal, íntima, con Dios. El calor de la vida familiar significó para Catalina el primer encuentro con ese “calor” con el que el Señor enciende los corazones y los llama a la caridad.
Catalina gustaba mucho de la oración y de aprender cada día algo nuevo sobre las cosas de Dios. Con solo siete años, pero con un entendimiento iluminado por el Espíritu, prometía a Cristo permanecer virgen toda la vida. La pequeña niña sabía bien lo que quería: vivir solo para Él.
No obstante, años más tarde, sus padres intentaron comprometerla en matrimonio. Ella, sin embargo, se resistió, como era de esperar. No deseaba otra cosa que mantener la promesa hecha, pues, además, había entendido que Dios la quería para algo distinto y de inmensa importancia. Su compromiso con Jesús era también un compromiso con los que padecen. La santa fue aprendiendo a ver en cada ser humano sufriente el rostro de Cristo mismo, a quien debía entregarse por entero. Esa generosidad de Catalina impactó en muchos otros, animándolos a que se pongan también al servicio de los demás.
Así, la vida de Catalina quedaría para siempre vinculada a los pobres y enfermos, a los que amó profundamente, sin dejar espacio para escrúpulos o falsos conflictos entre vida contemplativa y acción. Con pasión y humildad, dejó que Jesús sea su maestro en darle a cada cosa su debido tiempo y trajín.
Matrimonio místico
A los 18 años, Catalina recibió el hábito de la Tercera Orden de Santo Domingo. Asumió, con ello, la tarea de encarnar la espiritualidad dominica en la vida secular. En ese esfuerzo, Catalina sufrió numerosas dificultades y tentaciones. Los ataques del demonio para que abandonara su propósito arreciaron, y no pocas veces fueron causa de dolor, angustia y confusión. Afortunadamente, Catalina se sabía frágil, necesitada de Jesús, por lo que pudo aprender a reconocer que toda fortaleza en última instancia viene de lo alto.
En 1366, la santa experimentó el llamado “matrimonio místico” con Cristo. La joven estaba en su habitación orando cuando vio frente a sí al Señor Jesús acompañado de su Madre y un cortejo celestial. La Virgen María tomó la mano de Catalina y la juntó a la de su Hijo, quien le puso un anillo, haciéndola su esposa.
Luego el Señor le prometió a su “esposa” que estaría bajo su cuidado y protección por el resto de sus días, pues el camino que le tocaba a la joven era el de cruz.
La peste
Los años pasaron y llegaron tiempos muy duros. Brotó en Europa una gran peste y decenas de miles murieron.
La santa se mantuvo al lado de los enfermos, la mayoría de veces -dadas las trágicas circunstancias- limitándose a prepararlos para la muerte, asunto en sí mismo más que encomiable.
En esos días aciagos, Catalina no mezquinó nada a Dios, incluso cuando alguno entre los que atendía la ofendía o trataba mal. La paciencia y dulzura de la mística lograron derribar muchas murallas -de esas que secan los corazones-, de manera que Cristo pudo ingresar en ellos y dar su salvación, y, en ocasiones milagrosas, también la salud física.
El trabajo de Dios nunca fue sencillo, pero Catalina buscó el refugio de la oración, que la nutría y fortalecía.
Protectora del Papa
Muchos otros retos tuvo que enfrentar Santa Catalina en su vida. Poseedora del don de reconciliar incluso a los peores enemigos -sea a fuerza de persuasión, sea a fuerza de oración-, fue primero capaz de reconocer la dignidad de quien tenía enfrente y tocar su corazón. Por eso, Dios le encomendó una tarea que la convertiría en una de las mujeres más célebres de la historia.
Esa misión se desarrolló durante el denominado periodo de los Papas de Avignon (Francia), entre 1309 y 1377. Su virtud y santidad la convirtieron en protectora de la Sede de Pedro. En tiempos en los que los Papas renunciaron a gobernar desde Roma, ella fue quien devolvió orden a la Iglesia: allí cuando el Papa titubeaba por miedo a las conspiraciones políticas o a los juegos de poder, la voz de la santa se alzaba para “encenderlo todo”.
Así, Catalina trabajó incansablemente por años y años, procurando la unidad de la Iglesia en momentos en los que la posibilidad de un nuevo cisma asolaba al Cuerpo Místico de Cristo.
Avignon
El Papa Gregorio XI hizo una promesa en secreto a Dios de que abandonaría Avignon y regresaría a Roma. Sin embargo, nuevas dudas y temores le apagaron el corazón. Al recurrir a Catalina en busca de consejo, ella le dijo apenas lo vio: “Cumpla con su promesa hecha a Dios”. El Pontífice quedó sorprendido porque no le había dicho nada a nadie sobre lo que pensaba hacer. Gracias a Dios, el Santo Padre, impulsado por la fuerza arrolladora de Catalina, llegaría a cumplir su promesa y volver a la Ciudad Eterna.
Posteriormente, a la muerte de Gregorio XI, sería elegido Urbano VI (1378-1389). Los cardenales se distanciaron del nuevo Papa y declararon nula su elección, designando a Clemente VII como su reemplazo. El procedimiento seguido con este estuvo lleno de vicios e injusticias, y las cosas se pusieron aún peor cuando Clemente decidió residir en Avignon, consumándose el periodo conocido como el “Cisma de Occidente”. Santa Catalina envió cartas a los cardenales rechazando su conducta y los obligó a reconocer al auténtico Pontífice, Urbano VI.
La santa también escribió a Urbano VI exhortándolo a llevar con temple y gozo las dificultades que acarrea el gobierno de la Iglesia. Santa Catalina luego visitaría Roma, a pedido del Papa, quien siguió cada una de sus instrucciones. La santa envió misivas a los reyes de Francia y Hungría para que dejaran de conspirar y apoyar el cisma. Catalina sin proponérselo se había convertido en la gran defensora del papado.
Mística y legado para el mundo de hoy
Otra famosa visión tuvo lugar en la vida de Santa Catalina de Siena. Jesús, de pie frente a ella, le mostró dos coronas, una de oro y otra de espinas, para que escoja. Ella le dijo: «Yo deseo, oh Señor, vivir aquí siempre conforme a tu pasión, y encontrar en el dolor y en el sufrimiento mi reposo y deleite». Luego tomó la corona de espinas y se la puso sobre la cabeza. Esa habría de ser la confirmación final de que su camino era el de la cruz.
Catalina murió súbitamente el 29 de abril de 1380 en Roma, con tan solo 33 años. El Papa Pablo VI la nombró Doctora de la Iglesia en 1970 y fue proclamada Copatrona de Europa por San Juan Pablo II en 1999.
San Juan Pablo II con motivo del VI centenario de la muerte de la santa (1980) escribió: «Aunque era hija de artesanos y analfabeta por no haber tenido estudios ni instrucción, comprendió, sin embargo, las necesidades del mundo de su tiempo con tal inteligencia que superó con mucho los límites del lugar donde vivía, hasta el punto de extender su acción hacia toda la sociedad de los hombres; no había ya modo de detener su valentía, ni su ansia por la salvación de las almas».
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